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Amé a una mujer naranja.
El ímpetu estival de una noche de fiesta nos condujo al perímetro de un cementerio a consolidar nuestras recientes e irrefrenables ansias de contacto.
Su color era de naranja, su piel era de naranja y casi todo en ella parecía ser de ese etimológico origen: paralelepípedo, valenciano...
Aquel yo suyo, al mismo tiempo, se desgajaba en un acariciante rodar por las llanuras, mientras este devoto reptaba besándole los meñiques y sus suaves pisadas de mujer libre y altruista.
Alguien dirá que aunque desentonara en algo su fragancia, de ella podía extraerse toda reminiscencia levantina, pues, aun sin ser ésta el fruto (propiamente) ya comentado, no acometía las narices de modo muy disímil: vital y en naturaleza, la mujer era toda cítrica, aunque nada cáustica ni abrasiva.
A mandarina, olía a mandarina, a jalea de mandarina joven, a mandarina niña.
Su cuerpo toronjil emanaba además un sutil y dulce amalgamario de ecos saponíferos y párvulos, golosinos, mermelados (entre italianos y orientales), que proveía a mi frugal persona de la pectina impermeable que andaba precisando desde aquellos entupidos sábados en el salón de baile de chicas taxi.
La mujer naranja no tenía una pega.
Además, su noble y balsámica belleza hacía acopio de muchos y nuevos efluvios narangélicos cada vez que se movía (no poco, ciertamente), esparciéndolos desde todas y cada una de sus glándulas sudoríparas y de las otras.
Lo melifluo de aquella expiación seráfica nos vaporizaba con vahos divinos (a Dios gracias) tras cada retozo por los agrestes muladares en los que fuimos a dar con nuestra efervescencia.
Flotábamos, éramos etéreos, evanescentes, como burbujitas de un Calisay con sifón imaginario y positivo donde los átomos estaban predispuestos a un contacto metafísicamente perfecto, volador y valiente.
La mujer naranja era así: te elevaba.
Por eso, y mientras duró lo nuestro, anduve a mis anchas. Floté a mis anchas.
Admito, ante todo aquel que no me conozca, que uno no ha tocado el cielo nunca así a la primera. También debería, quizás por ello, recalcar alguna de las tristes calificaciones que con denuesto alguna de mis antiguas amantes me otorgó en su día. De reptil me catalogaron en sus consensos.
Nemesia, que así se llamaba la ambarina dama, me salvó.
Me llevó en volandas desde aquella tapia de soledad antigua hasta un círculo polar enamorado, extracto disoluto en una pompa de jabón anaranjado.
-Nemesia...
¡Qué bien te recuerdo! ¡Qué cariñosa eras!
Me gustaría hablarte de nuevo en un tú a tú, en un bis a bis, en un tête a tête.
Flying away, Nemesia... walking around...
La chica naranja era sana y buena.
En los muchos postcoitums bizantinos de nuestra única noche, fumó. Fumó y me habló de su novio sastre y de su novio fontanero; de unos amigos húngaros y de un policía judicial,...de su chinchilla.
Su clementina voz se elevó en una pavesa de tabaco rubio incinerado hacia el satélite libertario (no pautado) de un crepúsculo amoroso y convergente, recortado sobre mi flácido perfil de alma agria y astringente.
Cabalgó con panorámica dulzura paisajes y realidades.
Cantó y dijo haberlo hecho antes.
¡Qué sorpresa fuiste en mitad del camino, Nemesia!
Bailó para mí (y hasta hizo el pino) y poco después me cubrió de flores de azahar.
Me besó.
Se fue.
Nemesia.
3 comentarios:
Contaba mi padre, antes de abandonarnos, que un hermano suyo murió de un disparo en la cabeza, algo extraño si consideramos que se dedicaba al mundo del espectáculo y que nunca tuvo problema conocido; algo menos extraño si consideramos que la pistola era suya y que el dedo que apretó el gatillo también era suyo, un dedo naranja, que fue siempre el dato que nos aportó mi padre con más fijeza. Considerando que siempre fue el tío Lutis, el del dedo Naranja, lo único que puedo aportar a todo esto se que, efectivamente, murió de amor.
Admití el abrazo como su único recurso.
Caminamos descalzos hacia el muro derrumbado de la última casa. Con gesto compungido intentó conducirme también hacia su desolación, con la vuelta inservible que da siempre la soledad cuando duele.
Su amor era como una fruta resistente, como algo que nunca podrá ser arrebatado por el tiempo , lo sentí así, aun cuando le besé con toda la fe que cabía entonces en mi corazón triste, en mis ansias de amar, en el límite lejano que pongo siempre cuando me entrego a algo sin saber por qué.
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