Ya han pasado doce años (con doce días) desde que el primer perro se pusiera de pie y de que acto seguido se parara sobre sus patas traseras para no bajar jamás.
Quien se ha dedicado a contar el tiempo anuncia que, si bien nadie recuerda el momento exacto en que se produjo tal cosa, el establecer con rigor una minuta del caso, cronológica, detallada y escrupulosa, nos ayudará a todos a comprender esa elevación perruna y a asumirla como fruto ineludible de una voluntad extrema.
Al principio nadie quiso ver en ella, en esa evolución, digo, nada extraño, achacándola, a lo sumo, al impulso irrefrenable de una emanación genética de un ancestro perrocircense.
Si se hubiese intuido la suma de calamidades que para el ser humano (ese otro animal erguido) tal hecho iba a suponer, se habría combatido a la primera (de eso no nos cabe duda), a la vez que exhortado (violentamente, también nos consta) a los cientos de perros a deponer esa ácrata actitud, mientras que obligado al resto a no imitar a sus peludos congéneres.
Ante aquellos asombrosos desfiles, donde ingentes cantidades de cánidos parecían marcar el paso de un progreso impreciso pero a todas luces triunfante, el común del ser humano no pudo más que aplaudir, vociferar, lanzar salchichas y emitir sonidos onomatopéyicos relacionados con la antigua y recíproca relación (ahora ya inservible) que mantuvo con el animal perro desde los albores de su civilización.
Al principio, y como ya se ha dicho, este cúmulo de actitudes perrunas no supuso más que unos ciento veinte estudios etológicos y universitarios, y no más de unas docenas de reportajes gráficos, contando con los que en Botswana, Burundi y Reus (Tarragona) se realizaron sobre el perro licaon de las praderas africanas.
Nadie, a excepción de un insistente científico, quiso ver en este conjunto de excentricidades un riesgo para la integridad del ser humano, como animal unicista y social, como delta lógico de de una sinrazón histórica, fruto, tal vez, de una inseminación áurea o extraterrestre.
Repetimos: nadie, a excepción del insoportable señor antes mencionado, se aventuró a ver, en este extraño caso de desfachatez zoológica, y después de que el primer perro tomara la palabra (en un perfecto castellano), un recelo mayor que el que confiere a toda sociedad avanzada el leer en las primeras páginas de los diarios de provincias “Ha estallado la Guerra”.
No por ello, hubo gente humana que declaró que se sentía especialmente asustada cuando se veían a familias perro pasar si pagar en el metropolitano, acceder a instituciones, ir a la playa los domingos, consumir a cientos paquetes de mortadela, lamer los cubos de la basura e incluso ir en porretas por las calles a todas horas.
El imprevisible científico insistió en el tema, arrastrando tras de sí a manadas de humanos que parecieron comenzar a hacerle caso, por lo de escucharle, básicamente, al mismo tiempo que le miraban asombrados pensando quizás que se cantaría algo.
Tímidas manifestaciones (muy motivadas, de eso tenemos constancia) se produjeron, Esloganistas, pancarteras la mayoría, mientras perros y perras policía (con esto de la simpática paridad entre los sexos) comenzaron a controlar todo desde las esquinas, farolas y azoteas.
Se tomaron precauciones, no obstante. Se acordonaron zonas de las ciudades y del extraradio (también de algunos pueblos con costumbres reaccionarias). Se establecieron rigurosos controles sanitarios y, sin vergüenza, se empezó a confeccionar un exhaustivo censo del canis familiaris y de sus ramificaciones, mezcolanzas, bifurqueos e hibridaciones.
Perros pastores, perros lazarillos, falderos, cazadores, perros de guerra, de presa, perros y perras vigilantes, vagabundos. Perros de aguas, de carreras, perros saltimbanquis, perros perros, perros canguro, perros de pelea, tartamudos, bomberos, escritores.
Poco antes de morir devorado por una jauría de perros bípedos, anuros (por lo del rabo) y extrañamente depilados, el impertinente científico detalló, con todo lujo de detalles, que los perros habían sido inoculados con la misma semilla galáctica que el llamado Dios (en realidad se trataba de un funcionario del planeta Qwerty) facilitó al homo erectus (antes de serlo) hace algo menos de doce millones de años.
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