Recuerdo a Melitón ahora que de nada me sirve.
Le recuerdo, que no es mucho decir, no por el hecho en sí, fruto quizás de una voluntad impuesta, sino designio de casualidad de arquero-palomero. Le recuerdo, digo, y es por eso que paso a retratarle.
Melitón era, aun a favor de su opinión, negro, de color y de alma (como luego se supo), concordancia que para los tiempos que corren ya no resulta extraña ni atrayente, mucho menos exótica. Era de ese color oscuro, pero no del que cualquier lúcido lector querrá o podrá suponer: negro abisinio, moreno oscuro, ni biafreño, ni nubio, ni nada.
Melitón era negro azabache, pero retinto, impenetrable, de los negros color teléfono que de tan foscos parecen culo de sartén.
Quizás lo peyorativo pudo parecerle un día, a sí mismo y a su nutrida y concurrente afición de afro-voluntarios, el fruto de muchas y encontradas energías y de negras y malversadas intenciones.
Diremos que el agravio a su persona, al margen de otras muchas cosas, le resbalaba, le pasaba de largo, y si conseguía rozarle, cosa casi imposible, salía indemne, impoluto, inmaculado.
Decirle negro a secas sería efectivamente un insulto, al margen de una realidad, quizás una injuria, por lo sucinto y evidente, aunque si de ofendidos anda el mundo lleno, gozando Melitón siempre de muchos y muy variopintos enemigos, lo resbaladizo de su conformada moralidad facilitaba que le diera tres cuartos que le llamaran negro, automóvil o palíndromo.
Melitón no era de aquellos negros revolucionarios que, después de la intervención de la moral colonizadora de la vieja Europa, con sus contradictorios compendios, hiciera exploración moral alguna de sí mismo, ni balance de su ego, ni contrición, antes al contrario.
El negro Melitón era plano, sonreía..., sonreía mucho la verdad. Mostraba a cada rato su dentadura de marfil de dominó, de teclado de piano y de cáscara bruñida de huevo de avestruz.
Le gustaba ser negro (¡Qué carallo! decía él) y parecía disfrutar con ello.
Sonreía, era feliz, bailaba. Tocaba bien su saxo y el ukelele, y hacía sus pinitos con la txalaparta, la gaita y en el difícil arte del toque de almirez.
El negrazo Melitón tenía sólo un defecto, al margen de considerar que era negro, aunque él nunca lo apreciara, suponiendo que ser negro sea un defecto y cosa que también resulta contradictoria, pensando mayormente que lo parieron en Ginebra (Suiza) y que sus padres eran gallegos de Orense y rubios, aunque no albinos.
Tenía ese otro defecto que digo y que intentaré definir diciendo que era un enamorado de las personas bajitas, que perdía el oremus por las señoras de corta estatura, vamos, casi tanto como lo hiciera otro afroamericano del que he olvidado el nombre, y que al contrario de nuestro protagonista no era negro, aunque tuviera innumerables y poco simpáticas pecas, ronchas y lunares, complementarios en sí mismos aunque nada definitorios en origen ni cometido.
Así que, avanzando en el retrato del prieto Melitón , y para que nadie pueda entrever en él segundas intenciones, diremos que este gran negro en todo momento se mostró sensible, algo rudo, extremadamente animoso, aunque sincero y de muy noble carácter.
Siempre fue así, como digo, hasta que contrajo matrimonio con una tal Nemesia Morató en el año 65.
Pero este resumen del yo del negro Melitón no es fruto de la estadística o de sumar el monto de sus negros días y establecer la media, pues, como se comentará, esto no respondería a la verdad si no se explicara algo de lo acaecido semana y media antes de que dejara este mundo.
Si luego está bien lo que bien acaba, el final del bueno e insólito negrón no supuso confirmación a la regla, más bien al revés. Su extraña muerte, al margen de lo mucho que se explayó la prensa, aun no ha sido del todo esclarecida: somos muchos los que tenemos nuestras sospechas, aunque otros no quieran ni recordarlo.
Sucede que el tremendo negro, en esos diez días y medio, comenzó a pasear sus más de siete pies de altura y sus muchas libras desde el club donde le daba a la cornamusa en la Diagonal de Barcelona hasta su hogar del bajo Llobregat bien entrada la madrugada. Supimos, los otros negros voluntarios (esta vez), lo mucho que caviló y se devanó los sesos en esos paseos, a la búsqueda, fundamentalmente, de una explicación a su insólita tonalidad epidérmica. Si bien su pellejo, como se ha comentado, era extremadamente oscuro y llamaba la atención de todos, parece ser (¡Qué caramba! era cierto) que desteñía y acababa por untarlo todo, desde camisas a toallas, pasando por bocadillos, instrumentos y todo tipo de utilería.
Melitón, como se ha informado, caminaba mucho, sudaba su negrura y a menudo hasta tomaba frío.
Las últimas fiebres que tuvo, las que le condujeron al terrible desenlace, fueron, al margen de ineludibles, concluyentes pero categóricas: Debajo del Pedazo de negro de Melitón se escondía otra persona, como si de una mesa camilla imaginaria se tratara o de un voluntarioso transportista-torerista a cuello. Melitón ocultaba a alguien es sí mismo, oiga.
Alguien dijo que de su pelo ensortijado en una ocasión surgió una raíz rubia y lacia, casi con mala leche, dejando en evidencia unos misteriosos ancestros del negrón, convicción que al día siguiente se evaporó dejando a todo quisque con cara de póquer y en la arbitraria sospecha de que otro pugnaba por salir a la luz desde el interior de tan tremendo ser.
La fecha del fatídico desenlace aun fue peor. Los que lo vieron aseguran que entre siete tuvieron que tirarle al estanque del parque de la Marquesa para que se refrescara (tenía una fiebre insoportable) siendo entonces cuando ese otro, del que se ha hecho mención, se hizo presente.
Si bien establecer con rigor un resumen argumental de aquellos momentos resultaría imposible, ya que los que lo presenciaron nunca se han puesto de acuerdo (eran sus amigos negros voluntarios, estaban preocupados por su salud y venían siguiéndole a diario) resulta que al tirarle a la sucia piscina, cosa a la que se resistió con fuerza, a veces con encono, y verle flotar boca abajo en ella destintándose en un nimbo de témpera negra, algunos dijeron Titanlux (otros betún), supuso para su club de fans el más dramático de los fraudes además de la decepción más absoluta.
Hubo hasta quien explicó que del estanque salieron dos personas, un negro vaporoso por un lado, levitando y repartiendo sonrisas a diestro y siniestro, y por el otro lado el cadáver hinchado y blancuzco del hijo suizo que nunca quiso ser.
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