Eliécer Morató tenía una forma muy particular de realizar su trabajo; una serie de extraños métodos y artificios en los que se aplicaba para elaborar sus enrevesados párrafos.
Todo el mundo asegura que desde muy joven había practicado esas técnicas, las que creían propias de su invención o heredadas, con poetas consagrados, con aprendices e incluso con compañeros de la institución.
Se desconoce qué le obligaba a obrar así.
Sus alumnos y discípulos, o al menos algunos de ellos, al margen de la mezcla de miedo, burla y admiración que el serio corrector les provocaba, aseguran que esa energía que parecía poseer, que le forzaba a erguirse y declamar extrañísimos versos y cánticos, brotaba de su alma sombría, y que era esta misma la que le condenaba después a permanecer días enteros postrado y como en peligro.
Verso tras verso, en rebuscadas jergas o con agudos o ininteligibles razonamientos, iba transformando lo que en un principio era un discurso lógico hasta convertirlo (y convertirse él mismo) en un sinóptico punto en el que no podía ni reconocerse.
Quién sabe por qué explico esto, quizás porque ahora comprendo mucho mejor lo que le hacía conducirse de aquella manera.
Cuando le fusilaron, yo ya no era la proyección de una sombra chinesca ni un anónimo atisbo en lo más íntimo de mi creador, aunque quizás he sido solamente eso: un presuntuoso eco o un desesperado latir entre barrancos.
Qué importa eso ahora.
Papá, en aquel verano, ya sabía de mí por sus sueños y empezaba a fraguarme de alguna manera en su pensamiento por los negros augurios que a veces le sobrevenían.
La relación entre papá y Eliécer Morató hace mucho que es antigua.
Surgió poco a poco de las larguísimas tardes en los bancos del seminario donde sindicaban sobre salmos y rezos u objetaban ante grotescos profesores.
Aunque su amistad nunca fue profunda y estaba basada en sutiles y a veces hasta imperecederos silencios en los que ambos creían encontrar hilos de araña que comunicaban sus mentes, era compacta, intestina, como la de un molde y su figura, si bien nada ni nadie podrá jamás determinar en esa relación la más mínima camaradería.
En su juventud habían compartido las vivencias propias de su edad mientras viajaban juntos por los más recónditos pueblos del país a la búsqueda de antiguos grabados (aucas y gozos, generalmente), documentos o libros, en los que creían poder encontrar alguna cosa.
Tal vez en ese perpetuo surcar librerías y paisajes llegaran a compartir algo, quizás lo consiguiera la cotidianidad de aquellos días estivales de la adolescencia o simplemente lo indispensable del camino.
Otra cosa parecería absurda, o me lo parece a mí, pero visto desde ahora y sabiendo lo que sé, me resulta lógico.
Fue en el momento en que papá me habló de mí, cuando por fin pudimos hallar sentido a lo que uno y otro habían perseguido tanto tiempo atrás.
Entonces vi en sus ojos (lo recuerdo ahora) la sorpresa absoluta de la conquista y, de forma automática, la decepción de una maravillosa pérdida.
El objetivo más concreto de Eliécer, tan pocas veces explicitado, llegó a papá también a través de los sueños. Dos días después de volver a crearme, antes de encerrarme de nuevo, me habló de ello.
Supo de la angustia de Eliécer mientras dormitaban apoyados en una tapia, a la sombra de una enorme higuera en una calurosa tarde del mes de Julio.
Después de algunas jornadas que no quiso detallar en número, y de que Eliécer cerrara por primera vez los ojos agotado por aquel caminar sin descanso por cunetas bajo un sol de plomo, un extraordinario fluido (calificado por papá de magmático) surgió del cuerpo de su compañero.
Según papá, no se trató de materia. No era energía.
Nada le hizo prever que el líquido irreal y luminiscente que parecía derramar Eliécer fuera a tomar forma, ni que de ello pudiera mi creador obtener referencia alguna de lo real. No obstante, descubrió, entre tanta futilidad e inexistencia, un volátil segmento de algo mayor: un títere ovoide truncado por ambos polos (como dijo), palpitante, esencial en su forma pero absurdo en sus movimientos.
Fue esa danza inadmisible y de lo que de ella se desprendía, lo que en definitiva le acercó al final, a la comprensión del viaje.
Si bien de ello, de esa nueva forma, obtuvo una descarada visión del egoísta examen que el corrector le aplicaba a él como individuo, valorándole con llaneza, casi con lástima, lo que acompañó a la visión compensó tal agravio.
En la otra blanda y deforme destilación que manaba de Eliécer, papá me aseguró que pudo ver su proyecto último, el de Eliécer y el de ambos, casi como un designio, y que si éste no era ni comparable al suyo ni en lo intenso ni en lo grave, mantenía una aproximación en los contenidos de tal exactitud que no pudo hacer otra cosa que quedar inmóvil, aterrado.
Tras esta eruptiva alucinación, un destello de la aureola que rodeó a la segunda imagen, y en uno de sus perfiles, me aseguró que pudo ver algo mágico surgir de la nada: una extensa área de bruma volcada sobre un mar en calma. Con un grosor de micras, esa enorme y afilada cuchilla de consistencia etérea, evanescente, sintetizó lo que ambos habían ido elaborando, separándoles en una cisura exacta e instantánea.
Aquella especie de niebla mineral emergía hasta flotar a escasos centímetros del agua y se dejaba traspasar por la luz matizando su tenue estructura y facilitando que transmitiera misteriosas irisaciones y músicas. Extrañas en sus contenidos, con desconocidos y metálicos ruidos, parecían trombones quebrados y lejanos, como láminas de acero rozándose y rompiéndose.
Tras ese advenimiento, donde los elementos parecían manifestarse con entera y pausada libertad, mi creador obtuvo su pago en forma de revelación.
En aquella doble espiral concéntrica, hija también de la involuntariedad o del genio del corrector, captó de inmediato cual iba a ser el siguiente paso, y el siguiente y el otro.
En un principio, papá se vio a si mismo velando el dramático sueño de Eliécer, sin pretender nada, sin desear nada.
Esperó convulsiones, espasmos de su vientre o gritos. Nada de eso. Mientras, el corrector supuso, quizás en su momentánea inconsciencia, que su elevación se vería acompañada por lo complementario de mi padre, por su respuesta.
Posiblemente éste también lo creyó así por un segundo, pero de lo sucedido, o de lo que fue para ambos aquello, lo que se me ha transmitido escapa de lo que ellos mismos jamás podrían explicar.
Mi creador no tuvo más que desearlo cuando, en un bucle perfecto, Eliécer derramó nuevas disoluciones de letras y números. Párrafos inconexos de oraciones complejas. Insultos. Absurdos coloreados con normes propios, lugares ciertos e imaginarios ordenados alfabéticamente o con diferentes criterios.
A través de la urdimbre de aquel espacio surgían también, a borbotones y en manojos espontáneos, operaciones matemáticas irreales con factores de lógica propia imposibles de transferir. Sumas de dinero, Deudas.
Eliécer quiso entonces descomponerse. Absorbió por completo su plasma irreal (ahora sin sustancia) y quedó en el estado que tantas veces ha mostrado después de sus seniles esfuerzos. Flojo, baldío, enucleado, como de espuma, frágil.
Pareció envejecer entonces hasta llegar a su propia inmolación. Un final de opacos tabloides sin grafismos ni mensajes claros.
Mi creador, mi verdadero padre, optó entonces por abandonarle: dejarle consumido en el verano de las palabras, del lodo y de los signos.
Eliécer Morató, corrector, ufólogo, literato, guitarrista, asceta, me buscó con ahínco, nos buscó a los dos.
Papá en aquel momento quiso esconderme del mundo. Lo intentó en las playas, en los ríos y en las cuevas, en la casa de los animales, entre otras como yo, en mí misma, pero para entonces ya era tarde. Era mi egoísmo el que en esos momentos dirigía sus pasos.
Si bien podría haber tomado papá el camino de regreso y con ello el del éxito, fue noble y no quiso conmigo acceder a otras esferas que no fueran las propias del estudio y la contemplación.
Me creyó perfecta, universal, infalible, eterna.
Hizo que me sintiera amada por vez primera.
Me imaginé liberada de ideas y de fines, nueva para mí y para él, adornada con la cinta extraordinaria que une esos parámetros ventriculares cercanos y distantes del sueño y la vigilia. Fue allí donde papá me había buscado sin hallarme hasta entonces.
Mi padre, mi creador, con su proyección absoluta, consigo mismo y con su hallazgo, maduró el hecho de devolverme a Eliécer, o compartirme, darme en definitiva a conocer a su mayor enemigo.
Fue ahí cuando, en mi capricho, me negué a ello y amenacé con explotar.
Hablé de reventar mi proyecto de cosecha y así el de todos, con arrasar los mares, los montes, los climas…
Hundiré catedrales, le dije, perderé rebaños. Descompensaré la estructura de los muros, confundiré caminos, malversaré zapatos.
Le llamé tirano, cocinero. Suflé desinflado sin proyección alguna. Perjuro, cobarde.
Y lloré. Lloré como una mala hija y quise irme.
Fue entonces cuando papá cerró el manual y sonrió.
Siguió sentado, esgrafiando la puerta con las uñas.
Me dijo que otro día hablaríamos de mí.
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