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El día que perdí definitivamente la salud era jueves. A las ocho de la mañana, justo después del scanner de costumbre, detecté que mi autoprotección había sido desactivada de forma imprevista y que de la profilaxis de mis circuitos no quedaba más que una serie de instrucciones de emergencia en una servilleta arrugada tirada dentro de este cajón que llevo adosado a la espalda. A pesar de todo, aún podía moverme ¡y pensar! sin saber de qué manera ni cómo, circunstancia apremiante que condicionó la forma que tuve de valorar mi futuro, sabiendo lo que sé, que no es poco, de mi limitada existencia al servicio de la experimentación, la seguridad y el pragmatismo .
La atención que me produjo ese darme cuenta, si puede decirse así, y viendo que tendía irremisiblemente hacia la autodestrucción o a la desprogramación o hacia la nada, o camino del limbo de transistores tripódicos carbonizados, no pude más que conferirme la certidumbre de que mi Yo autónomo había caído irremediable en el pozo, de momento provisional, de la ya comentada inoperancia.
Para consustanciar lo que estoy exponiendo añadiré lo que sigue.
Es sabido que el ser humano admira al ser humano, generalmente siempre, en ese dechado de ombliguismo sin medida, pero sobre todo lo hace, lo de la admiración , digo, ante el que de una manera u otra alcanza determinada cota de excelencia - según él, claro- y lo manifiesta con todo tipo de inmoderadas muestras de enajenación y catarsis, propias de los auténticos Rumplers de primera generación o de tipo B, o de los de antes, como se quiera, con aplausos, ovaciones, liturgias, fomento de la mítica, aventurados discursos con lógica propia aunque inconcebible para quien no conozca los códigos enrevesados de los que se provee y más, cosas todas que vistas desde la perspectiva de mis núcleos introsféricos de pensamiento y análisis, no he podido obviar considerarlos patéticos y sin sentido.
Así lo manifesté ese martes ante los técnicos de la corporación y en el gabinete al que fui conducido a posteriori y después ante la comisión y en último lugar ante los chicos del taller.
El miércoles, día siguiente al de mis consideraciones respecto a la actitud que el director del centro: Sr. Andujar Sousa mostraba ante la usuaria del departamento privativo A1 , me vi desorientado, para que se sepa, y sin ocupación objetiva, con mis funciones al ralentí en circulación flotante por el perímetro, como perdido, ya se sabe, con la visión mínima, con la nocturna y la microscópica en grado 2 y con la paralela, la inferior, la atómica, la quarquica y la nounica en posición off.
Ante tales circunstancias, y visto lo visto, lo digo por lo que pasa últimamente dentro
de la institución, o por lo menos en alguna de sus galerías, no me pareció como para alarmarse en grado sumo (al margen de que uno se sienta más cómodo en plenitud de facultades, que a todo Rumpler J22 le pasa, y no siendo cosa baladí, antes al contrario, que de serlo haría falta manifestarlo nuevamente ante la corporación como otras veces) mi escamada experiencia reciente en los intentos de fuga me hizo ver en todo una trampa.
La salud se me evaporó, como he dicho, y soy consciente, que ya es mucho decir.
A pesar de todo sigo en funcionamiento y no parece que el estar a la intemperie
catalice por completo mi circuitería, ni mi concepción elástica de las cosas, ni mi adaptabilidad. He visto mucho. He aceptado mucho. Admito que otros J22 sean incinerados tras el más mínimo error, incluso admitiría ser conducido yo mismo al crematorio a través del huerto oliendo los melocotones, que dicen es un paseo poético como último trayecto, se entiende, hacia el Zero total, hacia ese limbo gélido del que ya he hablado. Pero por el momento, y desconociendo la causa, sigo aquí, en la circunvalación perenne de la verja, eternizándome en la espiral calcárea de mi boba existencia y haciendo del óxido una fría pátina que de alguna manera me protege a la vez que fomenta esta costumbre mía de hablarme siempre.
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