Durante los domingos de aquel año oscuro viajé en metro con mi hermano mayor hasta un hospital. Algunas veces alguien nos acompañaba. Un día, puede que a causa del aburrimiento que sienten los niños en estos casos, inventé un juego. A lo largo del trayecto observaba en silencio a la gente que iba en nuestro vagón. Ya de regreso a casa anotaba cosas en mi libreta: combinaciones de colores de ropa, dibujos de formas de botones, marcas de tabaco. Recuerdo que me interesaban mucho los abrigos.
Por ese tiempo comencé a faltar a la escuela. Caminaba casi una hora hasta la estación más cercana. Los vagones a esa hora estaban limpios y resultaban tranquilos.
Me atraía colocarme delante de algunos hombres y mirar.
Sus manos, sus relojes, sus zapatos. Pañuelos, uñas, bolígrafos. En ocasiones alguien se daba cuenta y me devolvía la mirada extrañado o sonriendo. Muchas otras, en cambio, ni lo percibían.
Reconocí obreros, sobones, lectores de periódico. Vi ancianos lentos. Puertas cerrándose. Prisas. Frenazos. Gente dispersa. Presencié disputas entre novios, besos eternos. Madres con sus hijos. Este era mi paisaje
Pero como cuando se intuye una tormenta, todo estaba por llegar.
Esta vez no lo escogí al azar. En el vagón, de espaldas, un tipo. Me acerqué. Estábamos solos.
Me coloqué delante de él y comencé por sus zapatos.
Me detuve en los detalles que más me interesaban: la bolsa negra, los botones dorados, la pequeña mancha de tinta en un bolsillo. Al llegar a su cara vi que me miraba sorprendido.
De pronto supe que había algo en mí que ya era suyo.
Dijo algo en voz muy baja, casi murmurando, pero lo oí con toda claridad. No lo he olvidado.
-Sabía que pasaría, igual que él lo supo- dijo.
Justo en ese momento, el tren se detuvo lentamente en la mitad del túnel y ambos apartamos la mirada en direcciones opuestas. Un parpadeo en las luces hizo que me corriera un aire frío por la espalda y me entraron ganas de mear, las ganas de mear de un niño metido en un gran lío, un niño inconsciente que acaba de cortarle la cabeza a un pájaro. El miedo calándose en los huesos, lento pero irremediable, en un instante compacto, único para dos personas frente a frente.
El metro se puso en movimiento, pero nosotros no volvimos a cruzar la mirada. El tipo bajó de inmediato en la siguiente estación y se sentó en el andén apoyando la cabeza entre las manos.
Nunca más volví a jugar a aquello.
En las siguientes noches, en sueños, personas sin cara perseguían al hombre de la bolsa. Murallas de gente le barraban el paso. Me llamaba y me pedía a gritos mudos algo relacionado con él y conmigo. El sudor acababa por despertarme y me encontraba sentado en la cama, desbocado, moviendo los brazos como si trabajara en la cadena de un taller de sombras. Algunas veces era sangre lo que el hombre llevaba en la bolsa y era incapaz de evitar que se le derramara. Otras, me pedía que le ayudara a contar flores de luz intensa y se extrañaba de que no lo hiciera. Caminaba en círculos diciéndose dónde, dónde, dónde…Yo le retiraba la mirada. A menudo, se aguantaba la cabeza con unos brazos largos y delgados que acababan por quebrarse. En sus manos, anillos como serpientes de oro giraban convirtiéndose en llaves de hierro y de plata que caían a sus pies.
Sencillamente, un día ese sueño se evaporó.
Alguna que otra vez soñaba con otros hombres solitarios, con abrigos de escamas y con mujeres muertas, con fríos besos. Todo sucedía invariablemente en el metro.
Crecí. Encontré un trabajo. Me casé.
Hace unos meses soñé conmigo mismo en un tren desierto parado en medio de un túnel. Ha sido la primera y la última vez.
Puedo decir que lo que buscaba lo he encontrado sin poder evitarlo. No hace falta que mire en el espejo para ver a ese hombre asustado. Lo llevo conmigo.
Voy en metro al trabajo cada mañana.
Suelo ver a un niño solo que va pasando de vagón en vagón y que se para delante de la gente sin ningún pudor. Va muy deprisa. Hemos cruzado la mirada en ocasiones y hay algo en él que es inequívoco, es más, creo reconocerlo. Esa es mi ínfima ventaja.
Lo he relacionado, cómo no, con mi antiguo juego.
Aún no se me ha colocado delante directamente, pero sé que lo acabará haciendo.
Sigo yendo en metro, cada mañana, y no sé si estoy preparado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario