La salud, que hasta el momento era mi único sostén, parecía estar por los suelos como otras muchas cosas que mencionar no quiero.
Se había hecho tarde. No habíamos comido nada desde las sardinas aquellas en la lonja de Montsolís, y las fuerzas ya comenzaban a fallarnos.
No por ello, mi voluntad se hallaba resquebrajada, o hundida ¡Qué palabra!, ni pensarlo: hacía días que me había tirado al monte, en el buen sentido de la palabra monte, y ya casi llegaba a mi destino.
-Cualquiera diría -comentó mi Teodora del alma- cualquiera diría.
Barcelona se abría tristemente ante mis ojos, con mucho humo sobre todo, y me costaba pensar que era cierto aquello que me habían dicho.
He de reconocer que después de cinco años las cosas habían cambiado bastante en la ciudad de mis principios, en el buen sentido de la palabra principios, cosa que me hacía dudar de los caminos que había tomado ella (la ciudad de mis principios) y los que debía tomar una servidora para llegar al lado de su marido.
Recuerdo ahora, no sé por qué, que me abrasaban las alpargatas , sí sé por qué, o los pies por las alpargatas, o ambas cosas, y me senté al lado de un charco con la intención de descansar un rato y refrescarme. Me quedé descalza, solté el atado y me quité las medias medias (lo que quedaba de ellas) acción que sin querer dejó al aire parte de mis aún hermosas piernas y permitió que la brisa fresca de la mañana ventilara aquello que debía ser ventilado sin más tardanza. El camino, la higiene, ya se sabe.
Desde ese rincón del Pueblo Nuevo, casi en la playa, entre tinglados y vías, se veía recortada en el horizonte la silueta de la montaña de Montjuïch de mis adolescentes paseos.
Sabía por ellos, y explicado por los que nunca nombro, que mi Butterberry estaba preso allí, en el castillo militar, purgando alguna de sus ideas, no creo que actos, por lo que la prisa se me imponía no fuera a ser que la cuestión pasara a mayores, a juicios o quién sabe a qué otra cosa.
De pronto, entre pilas de escombros, bidones oxidados y una mula muerta, salieron dos tíos repeinados con cara de pocos amigos y con cara de mala leche (respectivamente), camisa azul (ambos), botas de cuero (ambos), verga de toro (uno) gorra y pito (el otro) etcétera.
Viendo como se acercaban, a la vez que observando que lo hacían directamente hacia nosotras, pensamos (por lo menos yo) que el momento empezaba a mostrarse como uno de aquellos tan delicados que habíamos tenido la suerte de vivir (sin mencionar baremos) desde que atravesamos ilegalmente la frontera escapando de la guerra.
-A ver, putas, qué lleváis ahí.- fue la tarjeta de visita del primero.
-Mierda llevarán- la del segundo.
Teodora, más hermosa que yo, por aquello de los años (aun vestida de negro y calva rapada), quiso sonreír como respuesta, haciéndose la mansa, en el buen sentido de la palabra mansa, siendo tanta la amargura de mi pobre amiga que consiguió que le surgiera del rostro una mirada equívoca que a aquellos dos les pareció un desaire.
No comentaré ahora lo que sucedió después de las bofetadas, los agarrones, el desparrame de nuestros cuatro bártulos o la cuchufleta al ver lo desarrapadas que estábamos.
De nada sirvió el salvoconducto que con tanto dolor de mi alma y de otras partes de mi misma conseguimos en La Junquera. Se lo tomaron a guasa, en el buen sentido de la palabra guasa, sin querer comprender que éramos mujeres decentes de verdad, como ponía en el papel.
Fue debido, quizá, a lo apartado de aquel arrabal y sus aledaños, que la intimidad, la ignorancia y el hecho fugaz de estar sin estar a la vista de nadie, lo que favoreció el acto de darle un tochazo al primero (el de la verga de toro) dejándolo medio lelo con los pantalones por los tobillos, en el buen sentido de la palabra tobillos, y salir zumbando después de pegarle otro (en concreto a este fueron tres) al que estaba intentando mancillar la honra de mi querida amiga Teodora.
De perdidas al río, me dije, y sin recoger nada de lo que por allí quedaba, salimos en desbandada hacia un lugar más apropiado para pasar desapercibidas del común del populacho, aunque con aquellas pintas…
No habríamos llegado aún a la rambla que les vimos salir por una esquina. A correr, nos dijimos, y así lo hicimos, qué remedio.
(Continuará)